Dice Roberto Saviano que añora los momentos en los que era un anónimo ciudadano paseando por las calles italianas o podía comer pizza con sus amigos sentado en alguna terraza. Lo recogía The Times este martes en un artículo de opinión firmado por el escritor y nos regalaba un abstract Público este jueves. Ser héroe es algo que ya no se lleva; héroe como los de antes, claro. Héroes como Saviano. Héroes como todos los ciudadanos del País Vasco -y del resto de España, por extensión y explosión- amenazados, por activa o por pasiva, por ETA. Héroes como los colombianos -y aquí Chávez y Correa tienen mucho de culpa- que viven bajo la tensión de no saber si esta noche dormirán en casa o en la selva con las manos atadas. Héroes como las mujeres de Ciudad Juárez, en México.
Pero los héroes, los más notorios y los menos públicos, los voluntarios -como Saviano- y los involuntarios -como las mujeres de Juárez-, son nuestros héroes. Es imposible ponerse en el lugar del escritor italiano cuando describe su vida como la rutina de portar encima, y siempre rodeado de guardas de seguridad, tres bolsas: “una con calcetines, calzoncillos, camisetas, pantalones, una chaqueta y algunas camisas. Más una con medicinas, cepillo y pasta de dientes y un cargador de móvil, y otra llena de libros y papeles y mi ordenador. Es todo”. ¿Quién no puede odiar este tipo de vida cuando echa la vista atrás y se ve rodeado de amigos?
La heroicidad tiene un precio, siempre lo ha tenido, y la sociedad y los estados no deberían olvidarse de aquellos que la hacen posible. Sin héores, como los de antes, como Saviano, los malos -y no los de las películas- siempre ganan.