Puede ser cierto que en España impere un estado de ánimo impregnado de pesimismo, desolación y fatalismo que salpica, en la medida proporcional adecuada, a las elites políticas y sociales -no tanto económicas- del país. Solo hace falta abrir la prensa -ya sea nacional, regional o local- un día cualquiera para darse cuenta de ello. Por lo menos, desde hace unos siete años.
Pero que esto ocurra, que se perciba en la lectura de los diarios, que nos caigan lágrimas a mitad de los informativos de las televisiones, que los debates más mediáticos no pasen del grito y del “y tú más” en el que nos tienen acostumbrados los pundits y políticos de tertulias, no quiere decir que todo lo malo sea español. O, siendo más preciso y en palabras de Carmen Iglesias, “no siempre lo peor es cierto”.
Me remito, para acotar el espacio y el enfoque del texto, al último de los mitos que recorren las salas de juntas de, ya, la mayoría de los partidos políticos de España. La reforma de la Constitución. Es, dicen, la única salida para resolver los problemas que padecemos en nuestro país: desde el paro al contentamiento nacionalista catalán, pasando por los desahucios y la corrupción política, entre otros.
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