La Unión Europea (UE) no vive sus mejores momentos, es evidente. El brexit (y sus mentiras) es solo la puntilla que en el mejor de los casos nos llevará a una nueva forma de entender la unión de estados europeos. O avanzamos (con las consiguientes renuncias de las naciones y sus gobiernos) o nos quedamos como estamos (con los riesgos de desintegración paulatina y resquebrajamiento de derechos sociales). No hay más opciones. Y para avanzar, que es la apuesta más inteligente a medio y largo plazo en un mundo no ya global sino plano, hay que fijar los cimientos de una UE solidaria, justa, equilibrada y decidida. Solo así se podrá hacer frente a los retos que el fin de las naciones nos planteará. Es decir, hay que alejarse de los populismos locales y de los que afectan a toda Europa. Es triste leer como se aferran al nacionalismo más rancio en Hungría, Polonia, Eslovaquia y República Checa. O como triunfan las ideas de los Le Pen en Francia y de Farage en el Reino Unido. Solo nos puede dar vergüenza ajena (europea, eso sí) leer las medidas que el Gobierno de Dinamarca pone en marcha contra ciudadanos que no nacieron en la UE. Es la hora de que nos lo tomemos en serio y poner las bases para que nuestros hijos lleguen a tener el mismo pasaporte que los hijos de los varsovianos. Es la hora de que nos importe lo que sucede en Szeged igual que nos importa lo que sucede en Vic, Monforte de Lemos o Trujillo.